martes, 30 de abril de 2013

Milleando por Cantabria


Y llegamos a Cantabria. La tierruca. No es que sea muy aficionado a las banderas, pero es cierto que cuando uno vive lejos de su tierra de origen, siempre siente algo especial al volver. Y cuando esa tierra es tan bonita y la habitan personas tan nobles y maravillosas, la satisfacción es doble. Bueno, digamos triple si uno es algo tripero como el que firma. Aquí se disfruta el paisaje, la compañía y la gastronomía. Sí. Esos días por Cantabria fueron el broche de oro para este pequeño viaje en moto que comenzó en Tres Cantos.




Llegué a mi campamento base en Santander en los alambres. Literal. Había calculado que el neumático trasero me aguantaría todo el viaje, pero más kilómetros de los previstos, más autovía de la deseada y la carga, hicieron que mis cálculos no sirvieran de nada. Y tras unos años montando gomas blandas opté por unos viejos conocidos, duros y baratos (no estaba el horno para muchos bollos), los Pirelli Diablo que montaba la Mille de origen, allá por 2003. En ese momento calculé que además de los mil kilómetros de vuelta a casa me aguantarían el viaje que emprenderé dentro de tres semanas. Supongo que me equivoqué otra vez y tendré que cambiar el neumático trasero en Bretaña... Pero bueno, eso es otra historia. Lo sabremos dentro de un par de meses.

 
Los primeros días, además de visitar a la familia, aproveché para disfrutar de Santander, preciosa ciudad se mire por donde se mire. Caminar por sus calles sin prisa es un auténtico placer. El visitante tiene mucho y bueno que ver. Desde el Paseo de Pereda hasta la península de La Magdalena y su palacio, pasando por la plaza Porticada, la playa de El Sardinero, el faro de Cabo Mayor, Puertochico, la catedral, la avenida Reina Victoria, etc. En fin, la lista de sitios para visitar, oler y comer es interminable. Incluyendo las rabas del Bar Gelín, en la calle Vargas. O el típico paseo por la bahía en alguno de Los Reginas hasta Cabo Mayor, bordeando la Isla de Mouro.

  
 Pero Cantabria es mucho más que su capital, es infinita. Supongo que por situaciones vividas, por recuerdos, todos tenemos nuestros lugares especiales. Mi favorito es la playa de Oyambre, que da nombre al Parque Natural de la zona. Cada vez que vengo procuro hacer esa ruta desde Torrelavega. Pasando por Santillana del Mar, preciosa villa que ni es santa, ni llana, ni tiene mar. Por Cobreces, donde uno no se puede resistir a comprar el exquisito queso elaborado en el monasterio cisterciense. Y por Comillas, con esa inquietante figura de El Ángel Exterminador en su cementerio. Rematar la excursión en San Vicente de la Barquera es obligado. Villa marinera que suele estar siempre plagada de turistas, y es que esa ría atravesada por el Puente de la Maza es un deleite para la vista.

 
Para estrenar las gomas nuevas quedé con un buen amigo, vecino de Euskadi. Primero nos pusimos al día en el Bar Jauja de Colindres, rodeados de buena gente y buen ambiente motard. Luego hicimos una pequeña excursión por Ampuero, Ramales de la Victoria, Arredondo y el puerto de Alisas que rematamos con un café en Solares. Paseo tranquilo, el día estaba nuboso y el asfalto con trazas de humedad no permitía muchas alegrías, pero las rutas por montaña siempre son un gustazo. Más si la banda sonora son los bramidos de dos bicilíndricos, porque la compañera de ruta de la Mille era una naranjísima RC8. Sin duda a estas dos les queda más de una salida juntas. La próxima por las Vascongadas, territorio que aún no he catado en moto. No obstante, si todo va bien, pronto lo enmendaré.
 

Al día siguiente, mi último día completo en la tierruca, decidí hacer la ruta de Santander a Fuente Dé por el Valle de Cabuérniga. Hacía muchos años que no iba por allí y nunca lo había hecho sobre dos ruedas. Desde ese día este itinerario pasa a formar parte de mis rutas favoritas. Hasta Cabezón de la Sal el trayecto es por autovía, o sea, cero interés. Ahí tomamos la C625 hasta el pueblo de Valle de Cabuérniga. La carretera se torna serpenteante y bella, con buen asfalto, flanqueada de árboles centenarios. Mejor ir sin prisa porque el cuerpo te pedirá una y otra vez parar a contemplar el magnífico paisaje. Uno de los sitios donde lo puedes hacer, tras pasar el puerto de la Collada, es en la Asomada del Ribero. Verás el pueblo de Carmona abajo, con los Picos de Europa al fondo.


Carmona bien merece una visita. Si no estás acostumbrado a estos lares, te sorprenderá el encanto que irradian sus típicas casonas montañesas. Tras pasar Puentenansa y el collado de Hoz, cruzamos el río Deva y llegamos a La Hermida. Allí comenzarás un tramo por el desfiladero que te dejará absorto. Para recuperarse es menester visitar la preciosa iglesia mozárabe de Santa María de Lebeña. La construcción y su entorno inspiran una paz increíble. Continuamos la ruta hacia Potes y de allí, por una carretera amplia con una sensacional perspectiva, a Fuente Dé. Entonces llegas, y te das cuenta que una vez más, por muchas veces que hayas estado, estas montañas te arrebatan la voz.
 
 
 A pesar de que con niebla no merece la pena subir en el teleférico, lo hice. Por suerte, después de un rato paseando por las nubes, se despejó unos minutos y pude deleitarme con el maravilloso panorama que te ofrecen las alturas. Al poco comenzó a chispear y se cerró completamente. Tocaba regresar. El frío repentino despertó algo en mi interior. La única opción posible era parar en Potes a calmar la gazuza. Un cocido montañés, un entrecot de buey y una tarta de orujo, regados con media botella de tinto, me dejaron en un estado comatoso del que sólo pude salir tras dos cafés bien cargados y una hora en standby. El retorno lo hice siguiendo el curso del río Deva hasta Unquera, donde la lluvia decidió acompañarme hasta Santander.
 


El día de la vuelta a casa amaneció lluvioso. Y casi fue mejor así, porque pensaba partir a primera hora y de esta forma pude disfrutar un par de horas de la compañía de un gran viajero en moto, de un amigo. Un lujo escuchar las vivencias de su viaje por Islandia. Pero al mediodía tocó cargar la Mille y poner rumbo al sur. Con pena, pero también con la alegría de saber que pronto volverás, porque el vínculo con esta tierra es profundo, tanto como que uno lo lleva en el ADN. Controlando un poco la hora de salida y de las paradas con una aplicación meteorológica del móvil, conseguí burlar a las nubes y hacer todo el viaje con frío y el asfalto mojado, pero sin lluvia. Miento, a la altura de Valdepeñas me cayó una minitormenta de granizo de tres pares de cojones. Por suerte terminó en dos o tres minutos. Aun así, no me quedó más remedio que pasar un par de días explorando la feria de Úbeda, más que nada haciendo tiempo para que se secase el mono…

 
Al llegar a casa eché cuentas. Había vivido 17 días y 5118 kilómetros de goce y libertad con mi moto por la península. Para mí fueron pura medicina. Y es que cuando uno lleva una mala racha de la que cree que no puede salir, lo mejor es hacer algo que le llene, sin pensarlo demasiado. Este viaje lo hizo conmigo, a pesar de que al terminarlo, aunque suene contradictorio, me sentí un poco vacío. Y es que podría pasarme la vida trotando el mundo a lomos de dos ruedas. Por eso, a las pocas semanas de llegar, me propuse cumplir un sueño de juventud. No lo dejaría pasar más. Y dentro de pocos días, comenzará a hacerse realidad…


En Nostromoción:
   · I) Milleando por Sanabria.
   · II) Milleando por Galicia [I].
   · III) Milleando por Galicia [II].
   · IV) Milleando por Galicia [y III].
   · V) Milleando por Asturias.
   ···
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario